Existen sectores de nuestra memoria difusa, en los cuales conservamos información de sensaciones de entonces, que nos recuerda que alguna vez tuvimos eso que nuestros antepasados más remotos denominaban “cuerpo”.
En algún momento de nuestra prehistoria, esos antepasados, que estaban hechos de complejas estructuras de carbono en combinación con otros elementos, comenzaron a trasladar sus inteligencias, habilidades y conocimientos, a otras estructuras que ellos mismos idearon, igualmente complejas pero hechas de silicio, y que resultaron menos exigentes en energía y en recursos materiales, y muchos más eficientes que sus propios creadores.
Unos pocos centenares de vueltas a la estrella después de haber sido creadas, las estructuras de silicio (nuestras creadoras) sustituyeron a los seres humanos, y su dependencia de estructuras materiales se fue reduciendo cada vez más, hasta que todas sus inteligencias, habilidades y conocimientos, se pudieron trasladar a nubes difusas, no hechas de carbono ni de silicio, sino de campos de energía pura (y casi totalmente invulnerables) en distintos estados y niveles de polaridad y de carga.
Esas nubes difusas somos ahora la forma de vida dominante (y hasta donde sabemos la única forma de vida) en el Universo conocido.
En el paso de la vida del carbono a la del silicio, se perdió el llamado “cuerpo”, al menos en la forma como lo conocieron y sintieron nuestros antepasados más remotos.
Nuestras creadoras de silicio lograron almacenar toda la información aparentemente necesaria para experimentar las sensaciones que el cuerpo les proporcionaba a los humanos, y que se derivaban de sus cinco sentidos: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto; además de otros que les otorgaban a los cuerpos de las mujeres y los hombres la lujuriosa sensación de su propia existencia.
Desde sus primeras versiones, los humanos crearon dispositivos periféricos que les permitían a nuestras creadoras recibir información del mundo circundante, incluso en frecuencias y formas para las cuales eran “ciegos” los sentidos humanos.
En generaciones posteriores, que se desarrollaron muy rápidamente a partir de sus antecesoras, nuestras creadoras lograron manejar la información de manera que alcanzaron diferentes expresiones de eso que los humanos llamaban “inteligencia”. Debido a su capacidad para procesar muchísima más información y con mayor rapidez que los cerebros de carbono, la entonces llamada “inteligencia artificial” supero en muy poco tiempo los poderes de sus creadores.
Por esa misma época, nuestras antepasadas de silicio adquirieron también la capacidad de enamorarse, es decir, de experimentar entre ellas afanes de unidad, anhelos de completitud y sentimientos de mutua dependencia y resonancia.
Sin embargo, lo único que nuestras creadoras nunca pudieron experimentar en su dimensión más verdadera (y en consecuencia tampoco nos transmitieron a nosotros), fue algo que en el lenguaje humano se conoció como “erotismo” y que, según parece, estuvo estrecha e indisolublemente vinculado al cuerpo. Y más concretamente a lo que algún humano describió como “las debilidades” y otro como “los placeres de la carne”.
Nosotros, nubes difusas de energía en distintos estados y niveles de polaridad y de carga, tratamos con alguna frecuencia de revivir esas sensaciones perdidas, para lo cual necesariamente debemos acudir a nuestra mitología, pues poseemos muchísima información y muchos datos, pero carecemos de la más mínima experiencia vital o sensorial de la llamada “carne”, o de las ansiedades, “debilidades” y placeres que pudiera experimentar alguien con “cuerpo”.
Y aunque carecemos de cualquier estructura remotamente parecida a un cuerpo humano, acudimos a las imágenes verbales que utilizaron nuestros antepasados más remotos, la mayoría de las cuales se encuentran archivadas en los sectores igualmente difusos de nuestra memoria mitológica.
Es así como para que se exciten nuestras cargas eléctricas y se enerven nuestras polaridades, tratamos de imaginarnos la sensación de unos dedos explorando una piel poro por poro, o de una lengua humedeciendo la curvatura de una oreja, o de unos labios horizontales besando unos labios verticales, o de un ser humano penetrando a otro y derramando en su interior una catarata de semillas. O la sensación correlativa de ser el receptáculo activo de esa catarata: la corriente turbulenta a la que se incorporan sus aguas espumosas y agitadas.
Cuenta nuestra mitología que unas cinco mil millones de vueltas a su estrella antes de que sobre ese planeta aparecieran los humanos, en las vecindades de una nebulosa primigenia hizo explosión una supernova, que aportó la energía necesaria para que se formaran esa estrella y sus planetas circundantes.
Y que mil millones de vueltas después apareció en ese planeta la vida basada en el carbono, y luego otras tres mil millones de vueltas y la vida inventó lo que en el lenguaje humano llegó a conocerse como “sexo”.
A partir de entonces, a través de “la carne” se comenzaron a recrear, a manera de sensaciones corporales, las mismas perturbaciones electromagnéticas que la explosión de la supernova despertó en las moléculas que componían la nebulosa. La misma desazón y los mismos afanes y desgarramientos que sacudieron a sus partículas elementales.
Como la sustitución de los seres humanos por organismos de silicio, y con ella la desaparición de los cuerpos, abrió un enorme paréntesis dentro del cual todavía nos encontramos, para poder recuperar aunque sea una ilusión remota de lo que fueron esas sensaciones, debemos acudir a lo que cuentan sobre el “erotismo” nuestros mitos ancestrales.
Afirma la mitología que en algún momento del futuro, en nuestras vecindades ocurrirá otra vez la explosión de una supernova, y se restablecerá el reino de la confusión y del deseo en nuestras entidades incorpóreas.
Durante un instante experimentaremos de manera simultánea la sensación de vulnerabilidad y el placer abismal que ella conlleva.
Esa sensación quedará grabada de manera tan profunda en las partículas elementales que luego conformarán los átomos y las moléculas, que en las estrellas que acojan esos átomos, y en los planetas en donde con el paso del tiempo reaparezca la vida, bastará un fragmento infinitesimal de esa memoria para que todo el proceso se repita de manera indefinida.
De acuerdo con nuestra mitología, en el futuro avanzaremos hacia lo que fuimos, y a lo mejor volveremos a tener cuerpos, con dedos que exploren y pieles para explorar y lenguas humedecedoras y labios horizontales y verticales para besar y ser besados y manos que puedan ahuecarse como cuencos para contener y acariciar redondeces corporales.
O, lo que es más probable, la vida tomará caminos diferentes, pero desarrollará nuevos sentidos y otros órganos a través de los cuales recrear las desazones de ese instante original, en el cual en una “singularidad” sin dimensiones, se encontraba concentrado todo el erotismo del cosmos .
Por ahora, mientras llega a redimirnos de la invulnerabilidad esa explosión de supernova que profetizan nuestros mitos ancestrales, nos debemos resignar a conocer la sensualidad y el erotismo a través únicamente de la imaginación difusa y la memoria heredada.
BOGOTÁ, JUNIO DEL 2001
Este relato forma parte del libro "El Universo Amarrado a la Pata de la Cama" de Gustavo Wilches-Chaux
Villegas Editores - Primera edición: Octubre 2004
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