Este relato forma parte del libro "El Universo amarrado a la pata de la cama", publicado por Villegas Editores en 2004
Esa calle, que otrora fuera uno de los jugaderos de una de
mis múltiples infancias, hoy, día y noche, vive atiborrada.
De carros y de gente. De miseria. De billete.
Te piden de todo y te ofrecen de todo: lapiceros Mont Blanc
y relojes Rolex (por supuesto imitaciones). Lustrada de zapatos, aunque vayas
con tenis. Me imagino que si pasas descalzo, te ofrecerán un pedicure o un masaje. Que de hecho lo
ofrecen: “¡Chicas! ¡Chicas!”. Sujetos con esmoquin que reparten tarjetas. De
vez en cuando aparece alguien a venderte un DVD
player o un juego de herramientas.
Sobre el andén, en mantas de colores, los artesanos exhiben
manillas trenzadas, collares y argollas. Alguno dibuja con candela rodeado de
público.
El comercio formal se divide entre bares, almacenes de ropa
deportiva, sex shops,
establecimientos de comida rápida, restaurantes de moda (con decenas de
escoltas a la espera) y uno que otro local con libros y artefactos de la Nueva
Era.
De un tiempo para acá, entre los vendedores ambulantes, han
aparecido tipos y muchachas que te ofrecen “minutos”.
Yo, por principio, me negaba a comprarles. Me parecía que
era rendirme ante la violación de mis derechos más fundamentales.
Cada vez hay más vendedores y vendedoras de minutos, y cada
vez hay más gente que les compra. Gente que hace cola para someterse a ese
negocio, redondo e infame, del cual, por supuesto, los vendedores callejeros
son apenas un instrumento. Y otras víctimas.
Como les decía, yo me había negado sistemáticamente a
unirme a esa cadena miserable. Pero hoy, parado en esta esquina, rodeado de
carros y de gente, bajo un sol canicular que me incinera la cabeza, siento una
opresión creciente en las costillas y una urgencia irresistible de comprarles.
De pronto me veo a mí mismo, en contra de mis principios,
parado en una de esas colas.
-
Dame
veinte minutos-, le digo a la muchacha de bluyín descaderado, que me pasa un
pequeño envase plástico, con un paisaje suizo en la etiqueta.
-
¿Con
válvula o sin válvula? – me pregunta.
-
Con válvula-, le digo como con vergüenza. – Es
la primera vez que compro.
-
Las instrucciones están en el envase-, me dice
de manera mecánica mientras recibe la plata.
Levanto una lengüeta, como indican las instrucciones, y
pego la nariz al envase.
Espero que esos veinte minutos de aire me alcancen para
llegar hasta mi casa.
Paro un taxi.