Todos estamos expuestos a dar un mal paso –o muchos malos pasos- en la vida. Hace un par de días realicé otro abono a la cuota que me corresponde. Otro porque, por supuesto, esta no fue la primera vez.
Acababa de tomar una foto
con mi cámara de bolsillo, desde un
andén empinado, resbaloso y lleno de hojas de colores, a menos de una cuadra de
mi casa.
No sé exactamente qué pasó,
pero súbitamente mi cabeza se dio contra un muro de piedra. Pese a la dureza de
ambos objetos en colisión, la cabeza llevó las de perder. Las de perder la
cabeza.
El golpe seco de la cámara
contra las piedras tapó el golpe seco de las piedras contra la cámara. Y viceversa.
Un chorro de sangre roja, oscura y espesa, bañó rápidamente la
cara, la camisa y la mano. Pensé que se me había clavado en el ojo el lente
izquierdo de las gafas. Pero no.
“La piel estalló”, me
explicó horas después la cirujana plástica que se encargó de suturar la chamba larga y profunda que el golpe
abrió sobre la ceja.
La sangre es muy escandalosa
y el arco superciliar sangra de manera profusa.
En medio de la confusión
creí haber metido la cámara en la mochila, cuando todavía, bastante grogui,
caminé hacia mi casa, sin saber bien todavía cuáles iban a ser los efectos reales del
porrazo.
Tras una primera lavada de la
herida con agua oxigenada, me di cuenta de que no estaba la cámara. En algún
momento se perdió.
Con una camisa limpia y un
trozo de algodón en la herida, regresé al teatro de los acontecimientos. Le
pregunté al portero del edificio del frente que, desde su asiento, había sido
testigo impasible de cada detalle de los acontecimientos, si había visto que alguien
cogiera la cámara o si por lo menos había visto que, después de mi caída,
alguien pasara por ahí. Dijo que no. “Después de que usted se levantó yo me fui.
Tenemos orden de no movernos del puesto”.
Toda esta innecesaria
introducción, que sólo se justifica por no perder las oportunidades literarias
que ofrece tan aparatoso (y finalmente intrascendente) tropezón, para comentar
que no deja de llamarme muy negativamente la atención que alguien pueda ver,
sin inmutarse, que a un ancho de calle de distancia alguien sufra un accidente
y no se le ocurra ni siquiera preguntar qué le pasó.
Recuerdo que alguna vez, en
uno de esos vox pops callejeros, la
periodista le preguntaba a un transeúnte:
- -- ¿En su opinión cuál es el peor defecto de los
colombianos, la ignorancia o la indiferencia?
- -- No sé ni me importa, contestaba el
entrevistado.
Yo creo que es la
insolidaridad.
Un defecto que crece en proporción
directa al estrato social, entre otras razones porque en los sectores
populares, si bien es cierto que existen el chisme, el conflicto, una
territorialidad mal entendida y peor ejercida como causa y consecuencia de múltiples violencias sociales y la
inseguridad en las más incontrovertibles de sus acepciones, también lo es que, al mismo tiempo, la gente
sabe que la única manera de superar las adversidades, es a través de la
solidaridad. De una solidaridad que nace y crece y se reproduce por medio de la
comunicación y de la compasión, entendida ésta desde su etimología como “compartir
la pasión”: sentir en carne propia lo que les pasa a los otros y ser
conscientes de que a uno también le puede pasar y que entonces va a necesitar de los demás.
Ese es el fundamento de las
redes sociales formales o informales, en las cuales son mucho más ricos los
estratos populares que la clase media y los estratos más altos. Como que en
estos últimos se tiene la equivocada convicción de que si se cuenta con plata
para resolver cualquier problema, no tiene razón de ser la solidaridad.
Parece que cuando algunos trabajadores, pertenecientes a los sectores populares, se encuentran en modo, espacio y tiempo “laboral”, adoptan el software de sectores socio-económicos inalcanzables para ellos y que por lo menos en los hechos se vanaglorian de su indiferencia y de su insolidaridad.
Cierto es también que
formamos parte de una sociedad en la cual muchas veces resulta arriesgado el
ejercicio de la solidaridad. ¿Quién se atreve, por ejemplo, a detener el carro
para auxiliar a una persona herida en la calle en altas horas de la noche o de
la madrugada? Lo más que uno se atreve a hacer es llamar al 123 o avisar en un
CAI, incluso con el temor de que lo vayan a incriminar.
En el conocido programa de televisión “También caerás”, hay una sección en la cual realizan un montaje con actores que tiene por objeto poner en acción el sentido de solidaridad de las víctimas de la broma pesada. Le piden a gente ingenua que encuentran en las calles, que ayude al actor o a la actriz que ha asumido el papel de persona necesitada, con las más insólitas peticiones. Y mientras más ingenua la persona, responde con más buena voluntad, con mayor solidaridad.
Lo bueno del programa es que
después de que se ríen un rato del que ha caído en la trampa, premian su
ingenuidad y su solidaridad con significativos regalos del rango de un moderno televisor. "Miren a la cámara de También caerás” y dense
cuenta de que a veces también paga ser ingenuo y ser confiado y ser solidario y
ayudarles a -y apoyarse en- los demás.
Incurran cuando puedan, en algún
acto de confianza, de esperanza activa, de reciprocidad.
Corran de vez en cuando el riesgo impensable de la solidaridad. Aun cuando no se ganen un televisor, se darán cuenta de que el mayor premio es la satisfacción de llevarle la contraria a una cultura que premia al más avivato, al más indiferente, al más blindado, al más egoísta y al que ha logrado ascender más, aún sea a costa de pasar por encima del resto de la sociedad.
Corran de vez en cuando el riesgo impensable de la solidaridad. Aun cuando no se ganen un televisor, se darán cuenta de que el mayor premio es la satisfacción de llevarle la contraria a una cultura que premia al más avivato, al más indiferente, al más blindado, al más egoísta y al que ha logrado ascender más, aún sea a costa de pasar por encima del resto de la sociedad.
Sol-idaridad
Energía para una nueva sociedad
Parece que a los que gustamos de tomar fotos, la tierra nos cobra en venganza por quitarle su alma, viniéndose encima o de frete como en su caso.
ResponderBorrarHace un año en Laguna de Tota, me recibió una cama de piedras por la osadía de acercarme a un filo con un palo podrido. Gel anti inflamatorio de Coca paciencia y listo, el tiempo lo curó.
La cámara se me enterró en las costillas y no sufrió apenas un rasguño en el lente.
Saludos David